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EL HAMBRE Y LOS MAESTROS. 

Manuel López Pérez.

Crítica Educativa 

El obstáculo más grande que enfrenta el Estado Mexicano para resolver el problema educacional, es la miseria que padece el pueblo. Nada interesa saber a quien carece del pan cotidiano, si no es la manera de conseguir el alimento. Y no vale el sofisma de que del esfuerzo para satisfacer las necesidades de la nutrición, nació un día la civilización que tanto admiramos como florecimiento de un proceso progresivo de ciencia aplicada, porque, en primer lugar, no nos referimos a que «nadie desea saber”, cuando siente hambre, a un conocimiento manual, sino que aludimos al saber teórico; en segundo lugar, sentir una necesidad fisiológica aun teniendo como los animales una especie de tropismo que los dirige hacia el objeto comestible, de nada sirve si un ser mejor dotado impide satisfacerla, por medios más o menos rudos o refinados. 

Para constatar el esbozo anterior, pueden formularse las siguientes afirmaciones: son factores del fenómeno educativo, los maestros, los educandos, la sociedad considerada como ambiente, el Estado. Con las naturales excepciones, la búsqueda del pan mueve a quienes integran la población de las Escuelas Normales, y esto es palpable para quien quiera registrar la jerarquía económico-social de las familias que envían a sus hijos a tales establecimientos. Se aspira a ser maestro, porque se trata de una carrera corta relativamente, y esta brevedad es determinante, ya que el fin del profesionista, en este caso, es hacer figurar su nombre cuanto antes, en una nómina. La generosidad de la profesión, su esencia filantrópica, no es advertida, por la preocupación de encontrar, exclusivamente un modus vivendi; y tan es así, que con frecuencia los pedagogos ya graduados se dan de alta en establecimientos que cultivan para profesiones que alguna vez se llamaron «liberales». Por otra parte, no van a las Escuelas Normales lumbreras en potencia, sino, haciendo excepciones siempre, bienintencionadas medianías, característica que se conjuga con deficientes estudios que malpreparan el contacto con las materias profesionales. De estas circunstancias nacen esas mentes indigestas que explicablemente se adornan con una pedantería insufrible. Es cierto que hay Institutos de Capacitación y Escuelas Normales Superiores, pero aquí también aparece el profesionismo famélico, pues los maestros adultos en el ejercicio, por el afán de lucir etiquetas de suficiencia, o por temor de ser desplazados por el avance de las nuevas generaciones, han inventado esta serie de obstáculos a la juventud, pues el prurito de crear jerarquías académicas, cuando en el campo hacen falta maestros, no se traduce sino en formación de castas y en arraigos presupuestívoros, al margen de todo desinterés docente. Logrado el título, y ya el flamante maestro en su Dirección o al frente de su grupo, sigue siendo una víctima o un agente del profesionismo voraz. Como sigue teniendo hambre y el trabajo es duro, trabaja poco; pero en cambio, busca duplicar el salario o triplicarlo, y aprovechando el sindicalismo, hace política que luego cobra acaparando turnos o empleos de cualquier clase. No cumple, no rinde, pero aun sin ser líder o llegar a la Cámara, el maestro se ha acercado al pan.

Por lo que ve a los educandos, son hijos de pobre, ya que los hijos de rico –así sea este de los nuevos– van a las escuelas particulares incorporadas, cuando no al extranjero. Los niños proletarios van, pues a la Escuela oficial. Desnutridos, no pueden satisfacer las necesidades del trabajo en el aprendizaje. Pero como los maestros no enseñan, la cosa no debería empeorar. El apetito apremia lo mismo en la escuela que en la casa, que en la calle. Pero como para no enseñar el maestro no deja descansar al muchacho, sino que lo recarga de «tareas», unas veces de la mejor buena fe y otras por habilidad financiera, organiza desayunos escolares, y algo da a los niños, siquiera sea como compensación por las gabelas impuestas para «útiles», cine, días de santo, uniformes, reparaciones del salón, bibliotecas, equipos de sonido, aparatos proyectores de películas, etc. Claro que todo esto, hecho con desorden, debe desaparecer, pero no sucede así por el hambre que como mal “original» padece el maestro, aunque a veces resulta algo así como un complejo condicionado. De la desconfianza del Estado acerca de la eficiencia y eficacia de los maestros, resultan los programas como exigencias mínimas de rendimiento cuya constatación se encomienda a otra jerarquía burocrática, ya que nada tiene de técnica, que es la de los Inspectores cuya descripción no hace falta, porque es la misma del profesionista pedagogo ya bosquejada. Programas, horarios, Inspectores, podrían suprimirse si no fuera por el hambre magisterial.

La sociedad en cuyo seno trabajan las escuelas, también es una sociedad hambrienta. El padre prefiere el precio del trabajo de su hijo a lo que este pudiera aprender en las escuelas (es que su intuición le dice que no aprenderá nada). A su vez, la escuela, siendo una institución famélica, nada hace por acoplar lo que debería ser su trabajo, a los esfuerzos productivos de la clase laborante, y continúa haciendo verbalismo esquizofrénico que, eso si, sonoramente condena. Esta sociedad ambiente ni se organiza ni protesta, pero resiste la escasa influencia escolar, tanto contrariando hábitos allá impuestos, como negando colaboración. Es que el hambre de esta sociedad no quiere que las exigencias escolares, por otra parte anticonstitucionales, le resten lo poco que tiene que consumir. Si esta resistencia no fuera ciega, si fuera activa y no pasiva, podría transformarse en una dinámica aprovechable contra el hambre que la engendra, al mismo tiempo que contra las imperfecciones que el hambre infantil, conjugandose con la magisterial, hacen aparecer en la casa de estudios llamada escuela. El Estado, por una parte, es gravemente responsable de la falta de pan para el pueblo, del raquítico sueldo de los profesores, de la falta de protección a la infancia, de los medios inadecuados para producir pedagogos. Pero sobre todo, es responsable de propiciar una escuela que viene del profesionismo y envuelve hacia él. La Escuela Primaria, prepara para la Secundaria, ésta para el Bachillerato, y éste para la profesional, Chapingo y otras escuelas de espíritu «técnico», también dan burócrata como la Universidad abogados y médicos, los Seminarios, sacerdotes, etc. Pero una enseñanza viva, acorde con los problemas de la comunidad, como una limusina ilustradora de la tecnificación del trabajo, no aparece por ninguna parte. Pan y alfabeto deben ser objetivos de un mismo combate. Para librarlo, no se necesita no ser fieles a la voz del honrado Presidente de México cuyo apotegma reluce como el oro: ¡Un solo Amor, el de México; un solo ideal, la grandeza de México..!