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ARTÍCULO DE CULTURA 

Yo siempre he mantenido que en México los únicos verdaderos malinchistas somos los españoles: desde Gonzalo de Guerrero que se horada las orejas y la nariz, se casa con una india maya y combate después a su propia gente, y Hernán Cortés que pide ser enterrado en «su muy amada villa de Cuyuacán», hasta el último emigrante y refugiado que corta el cordón umbilical que lo une con su tierra y se entrega en cuerpo y alma a la patria adoptiva. El conquistador pronto quedó conquistado por las nuevas comarcas, que lo ganaron, haciendo que España se convirtiera simplemente en una nostalgia. El mismo se transformó, aprendió lenguas indígenas o salpicó su hablar castellano con palabras extrañas; abandonó sus tradicionales comidas y adoptó las de la tierra, y cuando el alejamiento de la metrópoli era muy prolongado, su transformación y adaptación al nuevo ambiente fueron completas y en verdad sorprendentes. El conquistador comenzó a ser americano antes que sus propios hijos mestizos y criollos, y se convirtió en indiano, es decir, en algo distinto al español que quedó en la península. Este proceso lo hemos venido repitiendo durante 4 siglos y medio todos los que venimos después. Español que emigra a América, español que se americaniza. Por cada Malinche que se entregó a un Cortés, ha habido millones de Corteses que se entregaron a otras tantas Malinches.  

En cambio el mexicano es fanaticamente nacionalista. Cuando emigra -principalmente a los EE.UU.- mantiene viva la llama de su mexicanidad, y en su casa nunca faltan el sarape, la imagen de la Virgen de Guadalupe, la guitarra y la botella de tequila, Vive en barrios mexicanos. Rara vez se mezcla con el gringo. Muchas veces ni siquiera aprende a hablar inglés, no por torpeza, sino por orgullo nacionalista. Podrá argüirse que este aislamiento ha sido consecuencia del medio en que vive y de la discriminación de que ha sido objeto por parte de los mismos norteamericanos, lo cual fue cierto en el pasado. Pero en la actualidad el ambiente es otro y hay miles de mexicanos nacidos en el país, abogados, médicos, comerciantes, obreros, hombres de empresa, catedráticos, que conviven y trabajan con el gringo y sin embargo siguen sintiéndose profundamente mexicanos. Los «pochos» son minoría. 

En las noches de los 15 de septiembres el gobierno mexicano delega a personajes distinguidos de la política para ir a dar el «grito» a Nueva York, San Francisco, Los Ángeles, Chicago y San Antonio, donde hay grandes núcleos de mexicanos emigrados o de ascendencia mexicana. Desde el balcón del City Hall el enviado tremola el pabellón tricolor y da vivas a México y a los héroes de la independencia. Las autoridades y el pueblo norteamericano se suman a los festejos o los ven con indiferencia. Pero… ¿puede imaginarse el caso contrario? ¿Puede concebirse a un personaje político norteamericano, en un 4 de julio, ondeando la bandera de las barras y las estrellas desde un balcón del Ayuntamiento de cualquier ciudad mexicana, en beneficio y para regocijo de los miles de gringos que residen o están de turistas en México? ¿Qué ocurriría si un 8 de septiembre, día de la Covadonga, un personaje español apareciera en ese mismo balcón con la bandera rojo y gualda -o la republicana- y diera vivas a España mientras la gachupinera 

bailara la jota en el Zócalo? La reacción del pueblo no se haría esperar: con seguridad quemarían las banderas y convertirían a los personajes extranjeros en picadillo, considerando que estaban violando la soberanía nacional. 

Otro ejemplo curioso es el de las competencias deportivas con equipos de otra nacionalidad. Si ganan, es el delirio. Si pierden, se silba al equipo extranjero y siempre se encuentra algún pretexto para opacar su triunfo: hubo chanchullo, llovió, hizo frío o simplemente todo se debió a la mala suerte. La derrota de un boxeador mexicano en un encuentro con un extranjero, es motivo de duelo nacional. En cambio, si gana, se le recibe en el aeropuerto como si viniera de conquistar Texas. 

Por todas estas razones resulta sorprendente que los mexicanos, a pesar de su xenofobia, echen la casa por la ventana y acudan espontánea y entusiastamente a vitorear a los personajes extranjeros -sea cual fuere su nacionalidad- que vienen en visita oficial a México. Los reyes de Bélgica, jefes de Estado centro y sudamericanos, los presidentes de Alemania y Francia; primeros mandatarios de EE.UU., la reina de Holanda, la reina de Inglaterra, los presidentes africanos, etc., todos ellos han sido recibidos con gritos de júbilo y abrumados con fuertes dosis de hospitalidad mexicana. 

Y es que la hospitalidad oficial mexicana es abrumadora, omnipresente y altamente folklórica. Se colma de agasajos a los visitantes sin descanso y desde los ángulos, pues mientras los mariachis atruenan los aires con el «Son de la Negra» y «La Adelita», las autoridades los condecoran, les ofrecen llaves de oro y les endilgan un discurso tras otro, las mujeres del pueblo les ofrecen ramos de flores y los niños de las escuelas les bailan incesantemente el jarabe tapatío. Y entre el confeti, el repique de campanas y los zapateados, nunca falta alguien que les presente… un sombrero de charro. Yo he presenciado en el cine y en la televisión visitas de personajes extranjeros en Inglaterra, España y la India, pero jamás vi que los obligaron a ponerse sombrero hongo, boinas o turbantes. 

Lo extraordinario es que estos ilustres visitantes sobreviven. 

Tres días de hospitalidad oficial mexicana a todo vapor son como para matar a cualquiera. En el transcurso de 72 horas se les aplican tales dosis de cariño y agasajo, que después requieren varias semanas para reponerse o simplemente para recuperar el habla.

De todos ellos solo Mr. Johnson, el finado ex presidente norteamericano, regreso y inmune física y espiritualmente de su visita a México. Unos lo atribuyen a su elevada estatura, que le permitió mantenerse incólume por encima del tumulto de chaparros que bailaban y gritaban a su alrededor. Y otros aseguraron que la hospitalidad mexicana no le hacía ningún efecto, ya que él mismo era maestro en aquello de reventar visitantes en su rancho a base de discursos, barbacoa, sonrisas de lady Bird y sombreros tejanos.

¿Por qué el mexicano detesta a los extranjeros en general, los aprecia en lo particular y los abruma con atenciones hasta casi matarlos cuando vienen en visita oficial? Esta es una incógnita que jamás he podido explicarme, ya que no se puede achacar a la herencia, al clima, a la alimentación ni a la altura, factores que invariablemente se invocan para tratar de comprender las reacciones de este pueblo tan complicado.